“De esta manera, se extinguió el nombre del califato en la Península, los destructores reveses de la fortuna giraron y se echó a perder el estado de los gobernantes y de los gobernados, se elevó todo [ser] desconocido y vil, se sublevaron los facciosos y en cada lugar el fuego se encendió; entonces el enemigo se manifestó en frecuentes apariciones, sobre todo en las fronteras y en las marcas.” Con estas palabras pesimistas hablaba el cronista Ibn al-Kardabús del fin del califato de los omeyas y la aparición de los reinos de taifas.
Soy David Cot, presentador de La Historia de España, y en este episodio 56 de la serie cronológica vamos a dar adiós a un periodo que he cubierto extensamente: la época de hegemonía política y militar del islam en la península, la al-Ándalus omeya. Este es uno de los sucesos históricos más importantes de la historia de España porque permitió invertir el balance de poder entre cristianos y musulmanes. Por eso resulta sorprendente que, hasta la fecha, no haya habido ningún otro vídeo de YouTube o pódcast que trate sobre ello en profundidad. Pero tranquilo, ya dedico yo cientos de horas a investigar.
Me da igual que te lo escuches del tirón o hagas pausas usando las marcas de tiempo, pero quédate conmigo hasta el final para aprender la fascinante historia de por qué y cómo se desarrolló la guerra civil que destruyó el Califato de Córdoba. Entre otros temas, hablaré del ambiente revolucionario de Córdoba y del asedio y ruina de la capital, las expediciones castellanas y catalanas que intervinieron a favor de uno u otro califa, la formación del infravalorado Califato hammudí en sustitución del omeya, y las consecuencias de la fragmentación de al-Ándalus en una treintena de estados.
Este es el episodio 56 llamado La fitna del Califato de Córdoba. La guerra civil que destruyó al-Ándalus y en este episodio aprenderás:
- Contexto histórico de la fitna
- Abd al-Rahman Sanchuelo, el destructor del legado de Almanzor
- La revolución de Córdoba. El golpe de estado de Muhammad II al-Mahdi
- La pérdida de apoyos de al-Mahdi y el pogromo antibereber
- La toma de Córdoba de la coalición de bereberes y castellanos
- La expedición catalana a Córdoba del 1010 y la batalla de Guadiaro
- El asedio de Córdoba, 1010-1013
- Las concesiones territoriales de Sulayman al-Musta’in
- La fundación del Califato hammudí, el califato olvidado de al-Ándalus
- Las disputas hammudíes y omeyas por Córdoba
- La expulsión de los omeyas de Córdoba. ¿Abolición del califato y fin de la fitna?
- Responsables y consecuencias de la fitna del Califato de Córdoba
- El Veredicto: La caída del Califato de Córdoba era evitable
- Avance y outro
- Fuentes
Contexto histórico de la fitna
Primero, hablemos brevemente del contexto de la fitna, los actores y algunos conceptos clave. Fitna, que traducimos como «guerra civil», es una palabra árabe que aparece en el Corán y tiene connotaciones políticas y religiosas muy negativas, ya que la división y guerra entre musulmanes se considera el peor de los peligros para la comunidad de creyentes. La fitna es una prueba de Dios para castigar a los pecadores. Desde más o menos el año 980, Almanzor y luego sus dos hijos gobernaron al-Ándalus tras usurpar el poder del califa omeya Hisham II, quien permanecía como un títere recluido en palacio.
En términos étnicos, había tres grupos de poder relevantes en la época de la fitna. Primero, los andalusíes: descendientes de árabes, bereberes e hispanogodos arabizados e islamizados. Segundo, los bereberes o amazighes, no integrados en la sociedad andalusí, sino llegados del norte de África en las últimas décadas del califato porque Almanzor los empleaba en sus campañas de yihad. Estos destacaban por sus habilidades guerreras, su nomadismo pastoril y su organización tribal, que garantizaba cohesión y solidaridad de grupo. Tercero, los saqaliba, los esclavos y libertos de origen europeo, generalmente capturados de niños en el norte cristiano.
Muchos de ellos eran educados en la cultura árabe, se convertían al islam y, si destacaban, eran manumitidos, alcanzando riqueza y poder. Algunos eran castrados y servían en el de eunucos en los harenes, pero muchos otros no y servían en la administración o en el ejército. Tanto los bereberes como los saqaliba sumaban más de 10.000 hombres. Sin embargo, la historiografía ha sobredimensionado el componente étnico en la fitna del Califato de Córdoba. Aunque sin duda existió una fuerte xenofobia contra los bereberes, estas no explican por sí solas el conflicto.
Si la sociedad andalusí estuviera tan profundamente dividida entre etnias, no se comprenderían las coaliciones entre andalusíes, amazighes y saqaliba, ni que no hubiera grandes diferencias a la hora de gobernar las taifas. En realidad, los actores de la fitna se guiaron por intereses políticos ante todo, y eso es lo que analizaremos en este episodio.
Abd al-Rahman Sanchuelo, el destructor del legado de Almanzor
Como ya vimos en el episodio 55, el 20 de octubre de 1008 murió el háyib Abd al-Malik al-Muzaffar a los 33 años. Murió a causa de una angina que llevaba meses sufriendo, pero eso no evitó que pronto corrieran rumores de que lo había envenenado su hermano, Abd al-Rahman Sanchuelo, de 25 años. Este último, apodado de forma despectiva con ese diminutivo por ser nieto del rey de Pamplona Sancho II Garcés, asumió el poder. La sucesión fue tranquila. Sanchuelo consiguió el apoyo de numerosos cortesanos para convertirse en háyib, en primer ministro, y el califa títere Hisham II no puso objeciones, ya que seguía recluido y sin capacidad de gobernar.
Las fuentes árabes lo caracterizan unánimemente de forma muy negativa como un necio, derrochador e insensato, entregado al libertinaje y a los vicios. ¿Sabes cómo a veces hay figuras históricas tratadas injustamente y que luego han sido rehabilitadas? Pues ese no es el caso de Sanchuelo. Resulta imposible contradecir esa imagen negativa de las fuentes, y él mismo hizo méritos propios para que estallara contra él el odio acumulado contra el régimen instaurado por Almanzor.
En menos de un mes Sanchuelo consiguió lo inimaginable: el omeya Hisham II hizo heredero del título califal a este miembro de la dinastía amirí. Esto era algo con lo que su padre Almanzor siempre soñó, pero como al hacer un sondeo vio que no tendría apoyos lo dejó estar y se conformó con ser el gobernante de facto. Este detalle que algunos historiadores omiten es importante resaltar, porque Sanchuelo no fue tonto por querer ser califa, fue tonto por intentar hacerlo sin apoyos y sin haber logrado nada a nivel político o militar por sí mismo.
¿Pero cómo logró Abd al-Rahman que Hisham lo nombrara heredero? Para empezar, Hisham no tenía descendencia masculina, lo que facilitó mucho las cosas. Según algunos cronistas, consiguió el nombramiento amenazándolo de muerte, mientras que otros sostienen que se ganó su amistad organizándole fiestas. También es interesante que Sanchuelo intentó legitimarse argumentando que tanto él como Hisham eran hijos de madre vascona, e incluso pudo haber insinuado que eran hermanos, debido a los rumores de que Almanzor y Subh fueron amantes.
La lectura del acta de investidura generó conmoción entre el pueblo cordobés y entre los omeyas y sus familias clientes, que temían perder su posición privilegiada en el estado. Desde la perspectiva del islam sunní, creían inaceptable que fuera califa alguien que ni siquiera formaba parte de la tribu de los Quraysh, la misma del profeta Muhammad igual que los omeyas, abasíes o idrisíes. ¿Cómo iba a reemplazar un joven cuyo único mérito hasta ese momento era ser hijo de Almanzor a una dinastía que había gobernado a los musulmanes desde el primer siglo del islam? Sanchuelo cruzó una línea roja que hizo estallar por los aires el régimen amirí.
Las fuentes árabes también dicen que en enero de 1009 el háyib Sanchuelo pidió a los dignatarios de la corte y a los funcionarios que se presentaran en su ciudad-palaciega de Madinat al-Zahira con un turbante a la moda bereber, en contraste con el gorro o bonete típico de los cordobeses. Algunos historiadores creen que esto podría ser un invento para enfatizar la culpabilidad de los bereberes en la fitna del Califato de Córdoba, pero, de ser real, solo habría añadido combustible a los sentimientos xenófobos de quienes creían que al-Ándalus se estaba berberizando.
En la frontera norte, la guerra entre el conde Sancho García de Castilla y al-Muzaffar no había concluido, y el castellano aprovechó la muerte del háyib para destruir Atienza, una fortaleza cerca de Medinaceli, Soria, el centro militar andalusí de la Marca Media. Abd al-Rahman Sanchuelo organizó una expedición contra él para legitimarse con una victoria militar, repitiendo la exitosa fórmula de su padre y su hermano. ¿Qué podía salir mal? Pues la verdad es que esta decisión fue muy estúpida, porque el momento no podía ser más inoportuno. Militarmente, era una mala idea, ya que se trataba de una campaña de invierno en enero, con lluvias torrenciales que dificultaban los movimientos de las tropas. Por el lado político era muy imprudente abandonar la capital cuando ya existía mucho malestar por el anuncio de que Sanchuelo heredaría el califato.
La revolución de Córdoba. El golpe de estado de Muhammad II al-Mahdi
Los partidarios omeyas aprovecharon la ausencia de Sanchuelo y de buena parte del ejército en Córdoba para organizar un golpe de estado, apoyados por las redes de informadores y el dinero de al-Dalfa, la madre de al-Muzaffar. Al-Dalfa estaba convencida de que Sanchuelo había envenenado a su hijo. También hay que tener en cuenta que la madre del háyib gozaba de un estatus especial y tenía más asegurada posición económica, y que al-Dalfa mantenía una rivalidad con Abda, la madre de Sanchuelo.
Al-Dalfa estaba dispuesta a aliarse con cualquiera que le permitiera obtener su venganza, por mucho que eso pusiese en riesgo su propia posición acomodada. Fue una mujer, Subh, quien facilitó el ascenso de la dinastía amirí, y otra mujer, al-Dalfa, quien puso los medios para su caída. Y hablando de dinero, si crees que mi trabajo de divulgación es valioso puedes hacer una donación o pagar una suscripción mensual en patreon.com/lahistoriaespana y así ganarás beneficios exclusivos. Te recomiendo informarte en la página y por supuesto suscríbete al canal o a los dos pódcasts si eres nuevo para no perderte nada.
Volviendo al tema que toca, un bisnieto del califa Abd al-Rahman III llamado Muhammad lideró la oposición omeya. Su padre había sido ejecutado dos años antes por conspirar contra el régimen amirí, así que tenía motivos personales para buscar venganza y recuperar el poder omeya. Calcularon que Sanchuelo ya debería haber llegado a tierras cristianas y entonces Muhammad atacó el alcázar omeya de Córdoba el 15 de febrero de 1009.
Había reclutado a 400 hombres de entre los malhechores y clases bajas de Córdoba, y usó a unos pocos de estos para atacar de improviso a los soldados de la guarnición del alcázar. A la señal de Muhammad, desarmaron a los soldados y fueron corriendo a donde estaba el amirí que había dejado Sanchuelo de lugarteniente y lo decapitaron cuando estaba bebiendo plácidamente con la compañía de dos cantoras. Los seguidores de Muhammad salieron por las calles cordobesas gritando “a las armas”, y consiguieron un éxito mucho mayor al esperado.
Miles de cordobeses y campesinos de los alrededores confluyeron frente al desaparecido alcázar situado a la izquierda de la mezquita aljama. Algunos treparon y otros hicieron dos brechas en las murallas y lo invadieron. La guarnición de Madinat al-Zahira no se movió de donde estaba porque pensaban que el gobernador de Córdoba podría controlar el tumulto, y cundió el pánico entre ellos cuando se enteraron de su muerte y de la gravedad de la revuelta. Hisham II salió por un balcón y trató de calmar los ánimos de la multitud. Pero un califa sin fuerza de voluntad y con discapacidades físicas y mentales que lo inhabilitaban como califa no iba a ser escuchado.
Él mismo pidió a sus guardias que no pelearan por él. Para salvar la vida, Hisham II tuvo que abdicar a favor de Muhammad ibn Hisham, que adoptó el apodo honorífico de al-Mahdi bi-llah, “el bien guiado por Dios”. Según algunos cronistas, este fue el primero de sus actos reprobables, porque al-Mahdi era un apodo con connotaciones revolucionarias y mesiánicas, algo más propio de la enemiga dinastía fatimí. Por la noche Muhammad II logró calmar los ánimos y frenar el ataque del pueblo cordobés, ya que ahora ese era su alcázar.
Pero por instigación del propio al-Mahdi, el clima de Córdoba era revolucionario. Muhammad repartió armas al pueblo, liberó delincuentes de las cárceles, y formó un ejército popular o milicia con gente de oficios muy diversos, desde zapateros y barberos hasta carniceros y carpinteros, algo muy atípico en la historia islámica y ciertamente diferente al típico ejército califal liderado por ilustres familias árabes, bereberes o esclavos y libertos. Las fuentes hablan de que durante la rebelión inscribió a 50.000 cordobeses, cifra que, de ser cierta, implicaría la movilización de una parte muy sustancial de la población total de la capital andalusí.
Tal movilización popular se explica por varios factores. Desde la muerte de Almanzor no se habían producido grandes conquistas y victorias musulmanas, mientras que los impuestos que imponían para mantener al ejército profesional de bereberes y saqaliba seguían igual de altos. Se había producido una riada el mes anterior y, por la época del año en el calendario agrícola, seguramente el desempleo y la precariedad laboral eran elevados. Hay que recordar que los elevados tributos de Almanzor y sus descendientes provocaron que algunos campesinos empobrecidos tuvieran que abandonar sus tierras y probar mejor suerte yendo a la capital, por lo que el descontento por la presión fiscal entre las clases populares cordobesas era considerable.
Aun así, Peter Scales analizó los apoyos sociales de al-Mahdi y lo cierto es que había un amplio apoyo interclasista, y es que la aristocracia árabe, clientela omeya o los ulemas apoyaban la restauración del poder efectivo de un califa omeya. Lo que pasa es que las crónicas árabes usan un lenguaje clasista para condenar las actitudes de al-Mahdi que incitaban a la plebe a rebelarse y a subvertir el orden social y legal. Al-Mahdi supo canalizar todo ese descontento de los cordobeses de distintos sectores sociales y ganó un gran apoyo popular.
Pero la revuelta popular no terminó con la abdicación de Hisham. Muhammad II prometió a los 50.000 inscritos una parte del botín que conseguirían destruyendo Madinat al-Zahira, la ciudad palaciega que construyó Almanzor y que albergaba el tesoro estatal, además de una gran cantidad de armas. El 16 o 17 de febrero, los partidarios omeyas atacaron al-Zahira. Hubo algún enfrentamiento poco importante, pero a la que les prometieron respetarles la vida los 700 hombres de la guarnición se rindieron. Los seguidores de al-Mahdi y las turbas amotinadas se llevaron todo: joyas, tapices, telas de lujo, columnas, mármoles y hasta ventanas y puertas.
Al-Mahdi se quedó con el botín monetario de más de un millón y medio de dinares de oro y cinco millones y medio de dirhams de plata. Al-Dalfa había tomado la precaución de poner a buen recaudo su gran fortuna en otro lugar, pero la revuelta que ella misma instigó casi se volvió en su contra, porque fue inesperado que tantos cordobeses se unieran a un motín que pudo haber quedado solamente en un golpe palaciego. Se le permitió instalarse con un nieto suyo en una casa cedida por el califa. Al menos se cobró la venganza de hacer caer a Sanchuelo, aunque si creía de verdad que este mató a su querido hijo al-Muzaffar, se equivocaba.
No sabemos qué pasó con Abda, la princesa navarra madre de Sanchuelo. Sabemos que al-Mahdi dejó marchar a las mujeres libres del harén amirí, pero las mujeres esclavas fueron repartidas entre él y sus ministros, un acto considerado como reprobable por los cronistas. Tras el saqueo de todo aquello de valor que encontraron, incendiaron y demolieron Madinat al-Zahira hasta no quedar ni rastro de ella. Hoy ni siquiera conocemos con seguridad su localización. La destrucción del símbolo del poder amirí causó conmoción en al-Ándalus.
Mientras todo esto pasaba en menos de una semana, ¿qué hacía Abd al-Rahman Sanchuelo? Pues recibió las noticias del golpe de estado en Toledo, cuando aún no había podido llegar a Castilla por las inclemencias del tiempo. Sin medir la gravedad de su situación, el hijo bobalicón de Almanzor decidió regresar a Córdoba con la esperanza de que sus imaginarios apoyos se alzarían en su favor al saberlo cerca. No podía estar más equivocado. Durante una parada de cuatro días en Calatrava, trató de ganarse la lealtad de sus tropas con promesas de ascensos, tierras y aumentos salariales.
Pero los soldados sabían que Madinat al-Zahira había sido saqueada y destruida, lo que significaba que Sanchuelo ya no tenía recursos económicos para cumplir sus promesas. Los bereberes a su servicio temían que sus familias correrían peligro si no obedecían a Muhammad II, así que una noche desertaron y se fueron a la capital por su cuenta. También los soldados esclavos hicieron lo mismo. Solo le quedaban unos sirvientes, las 70 mujeres de su harén, un cadí y el conde cristiano Sancho Gómez, hermano del patriarca de los Banu Gómez de Saldaña.
A pesar de que al-Mahdi le ofreció clemencia y las recomendaciones del conde para refugiarse en Saldaña o buscar la ayuda del general saqaliba Wadih en Medinaceli, Sanchuelo se negó a aceptar la realidad. Finalmente, Sanchuelo mandó al cadí, es decir, al juez que lo acompañaba, a pedir clemencia. Pero Ibn Dakwan, el cadí de Córdoba y cadí supremo de al-Ándalus, denunció la irreligiosidad de Sanchuelo y que planeaba atacar a cordobeses inocentes, y convenció a Muhammad de matarlo. Sanchuelo pensaba que unos jinetes venían a traerle el perdón, pero lo arrestaron a él y al conde Sancho Gómez, y los ejecutaron.
Según Ibn Idari, pusieron el cadáver desnudo encima de un mulo para que el populacho pudiera escupirle y mofarse. Por orden del califa, destriparon su cuerpo, lo rellenaron de plantas aromáticas para embalsamarlo y, el 4 de marzo, expusieron el cuerpo clavándolo en una cruz en una de las puertas de Córdoba. Así de fácil es perder el poder que tantos esfuerzos le había costado conseguir a su padre, Almanzor.
La pérdida de apoyos de al-Mahdi y el pogromo antibereber
Al-Mahdi empezó su califato siendo extremadamente popular, pero él mismo se encargó de ir perdiendo los apoyos clave que sostenían el Estado omeya. Los bereberes nuevos estaban en una posición difícil por haber sido clientes de la dinastía amirí, ahora caída en desgracia. Al principio, los soldados bereberes reconocieron al nuevo califa, pero Muhammad II despreciaba a los magrebíes y les recriminaba haber sido el principal sostén de un régimen ilegítimo y usurpador del poder omeya. Más importante aún, los ánimos entre los cordobeses seguían revueltos, y el califa había incorporado al ejército a varios miles de cordobeses de las clases bajas, que entendían poco de disciplina.
En una ocasión, dieron un trato vejatorio y expulsaron de la ciudad a numerosos jinetes bereberes, incluido el respetado líder de los sinhaya, Zawi ibn Ziri. Luego se dirigieron a sus casas y las saquearon. Los amazighes denunciaron el hecho ante el califa y exigieron reparación. Al-Mahdi tuvo que disculparse, prometer que les devolvería todos sus bienes y que mandaría ejecutar a algunos sospechosos de los saqueos. Sin embargo, los bereberes no podían confiar en un califa que ni siquiera podía garantizar su seguridad.
No solo se ganó la animadversión de los bereberes, sino también la de otro grupo de poder importante para el Califato de Córdoba: los eunucos y militares saqaliba. Un grupo de esclavos amiríes fue desterrado a finales de marzo y se dirigió al sureste y este peninsular, zonas que terminarían por dominar. En abril, Muhammad simuló que Hisham II había muerto y encarceló al omeya que había nombrado heredero nada más hacerse con el poder, tal vez por sospechar de una conspiración o porque no quería compartir el poder con otra rama de la dinastía.
Al creerse lo suficientemente consolidado en su posición, despidió a 7.000 cordobeses inexpertos de su ejército. Así, al-Mahdi socavó las bases de su poder al humillar a los soldados bereberes, desterrar a algunos saqaliba amiríes, enemistarse con parte de la familia omeya y desechar algunos de sus apoyos populares. Solo le quedaba el apoyo mayoritario del pueblo cordobés. La coalición de enemigos de Muhammad II se alió para deponerlo y colocar en el trono al padre del omeya que había sido designado heredero. Paradójicamente, el propio al-Mahdi había sentado un precedente con su golpe de estado.
A finales de mayo de 1009 se produjo la revuelta, y los rebeldes mataron a dos ministros y sitiaron el alcázar. Sin embargo, la plebe de los arrabales occidentales se movilizó en masa en defensa de quien consideraban el «califa del pueblo». Los partidarios del pretendiente fueron derrotados, y a finales de junio Muhammad II los venció en batalla. El califa hizo ejecutar al pretendiente frente a su hijo. Sin embargo, lo más grave fue que al-Mahdi ofreció una recompensa a todo aquel que presentase la cabeza de un bereber. De nuevo, incitaba a las masas a la violencia.
Muchos cordobeses formaron bandas y se unieron a una cacería que provocó la matanza de cientos de bereberes, a quienes consideraban una mayor amenaza que los cristianos del norte. Los testigos de la masacre relatan casos espeluznantes: piadosos musulmanes de Tremecén que habían venido a al-Ándalus para hacer la yihad fueron asesinados, un magrebí fue arrojado a un foso, su casa saqueada, y sus mujeres e hijas violadas. Incluso mataron a personas de Jorasán y Siria por confundirlas con bereberes o simplemente por ser extranjeras.
Parece que la ola de ataques también se sintió más allá de Córdoba, pues hay noticias de un alfaquí amazigh asesinado en Málaga y de un peregrino ceutí muerto en Elvira. Mataron incluso a niños y a mujeres embarazadas, y a muchas mujeres magrebíes las vendieron en las casas de subastas de esclavos. Las fuentes árabes distinguen entre la venganza por un agravio personal y el odio, y aquí hablan de odio: un odio irracional y sin límites contra los bereberes, una xenofobia desatada y alentada por el propio califa, que condujo a un sangriento pogromo antibereber.
No todos los cordobeses estaban de acuerdo con esto. Muchos bereberes del ejército huyeron de Córdoba, pero muchos otros permanecieron en la ciudad refugiados en casas de andalusíes de confianza, por temor a las turbas o a que los matasen por el camino si abandonaban la ciudad. Al cabo de unas semanas, a Muhammad II le dio por prohibir que se dañase a los norteafricanos. Quizás se cansó, o vio que la situación se había ido demasiado de madre, o consideró que los ánimos de las masas cordobesas ya se habían calmado un poco.
La falta de un criterio consistente era inquietante y provocaba confusión y desconfianza, lo que minaba la autoridad de Muhammad como califa. A los soldados bereberes huidos les ofreció en repetidas ocasiones el perdón, pero estos lo rechazaron. ¿Después de matar a familiares y conocidos suyos ahora les ofrecía acogerse al amán, como si fueran ellos los que hubieran cometido una falta? ¿Y cómo podían confiar en su palabra o en que el pueblo llano lo respetase? Los magrebíes ya se encargarían de que al-Mahdi y los cordobeses que los vejaron, mataron y esclavizaron pagaran caro sus acciones.
La toma de Córdoba de la coalición de bereberes y castellanos
Los bereberes proclamaron califa a Sulayman al-Musta’in, sobrino del pretendiente ejecutado y reconocido poeta y músico. En una situación desesperada, los soldados bereberes se dirigieron al norte. Pasaron dos semanas comiendo hierbas por falta de víveres. Se presentaron ante los muros de Medinaceli con la esperanza de que el general saqaliba Wadih los apoyase contra al-Mahdi, pero este rechazó la oferta y ordenó que nadie de la Marca Media ayudase a este ejército considerado rebelde.
Sin embargo, entre la guarnición de Medinaceli había paisanos magrebíes que, por solidaridad tribal, se unieron a los suyos y atacaron con éxito Guadalajara para aprovisionarse y castigar a esta ciudad que había rechazado abrirles las puertas. En su búsqueda desesperada de alianzas, los bereberes se dirigieron al condado de Castilla. Por casualidad, emisarios de al-Mahdi y de Sulayman al-Musta’in se encontraron en la residencia del conde Sancho García. La escena era inaudita.
En 1004 era Sancho García quien pedía el arbitraje cordobés para la regencia del Reino de León y tenía que aguantarse al ver que el juez musulmán no le daba la potestad de regente. Solo cinco años después, él se había convertido en el árbitro del futuro político del Califato de Córdoba, con dos califas enfrentados pidiendo su ayuda. Qué rápido pueden cambiar las cosas. El conde de Castilla optó por aliarse con Sulayman, porque los bereberes estaban más desesperados, eran la columna del ejército califal, y además le ofrecían la misma devolución de fortalezas que habían prometido los embajadores de al-Mahdi. Sancho proporcionó cientos de bueyes, ovejas y carros llenos de víveres a los hambrientos amazighes.
De nuevo, Sulayman intentó atraerse a Wadih con su ejército reforzado con contingentes castellanos, pero el saqaliba rechazó su oferta y los combatió cerca de Alcalá de Henares. Los castellanos y los bereberes, liderados por Zawi ibn Ziri, derrotaron a Wadih en agosto de 1009, obligándolo a buscar refugio con algunos de sus hombres en la capital. A partir de aquí, el califa de Córdoba comenzó a asustarse y a temer por su vida. Al-Mahdi reforzó las defensas de la capital construyendo trincheras en los suburbios y volvió a incorporar combatientes sin experiencia a su ejército.
Pese a eso, el 5 de noviembre salió al encuentro de los enemigos en una montaña, en lugar de esperar atrincherado el ataque de Sulayman. La conocida como batalla de Qantis fue más bien una masacre, porque los bereberes emplearon la táctica del tornafuye para sacar al enemigo de sus filas y luego rodearlo. Costó muy poco que cundiera el pánico entre un ejército de ciudadanos inexpertos en asuntos militares. De forma poco creíble, las fuentes hablan de 10.000 o incluso 30.000 muertos del pueblo cordobés, incluyendo plebe, artistas y ulemas. En la batalla, Wadih mantuvo firme a su contingente de soldados profesionales, pero aprovechó la noche para retirarse con ellos a Medinaceli.
Los cordobeses fueron a jurar lealtad a Sulayman para evitar los saqueos, pero eso no evitó abusos de bereberes y castellanos. Los bereberes asediaron el alcázar omeya, y un aterrado al-Mahdi anunció que Hisham II estaba vivo, pese a que había declarado falsamente su muerte meses antes, afirmando ahora que él solo era su háyib. Menudo fraude resultó ser Muhammad II. Los bereberes se rieron cuando el cadí Ibn Dakwan les comunicó esto, y les daba igual porque ya reconocían a otro califa. Hisham II renunció nuevamente al cargo de califa a favor de al-Musta’in, quien entró en el alcázar omeya el 7 de noviembre y fue proclamado califa al día siguiente en la mezquita aljama.
Al-Mahdi logró salir del alcázar y ocultarse durante unos días, pasando por varias casas de conocidos. En una de ellas, se le fue de la mano con lo de aprovecharse de la amabilidad del anfitrión y se acostó con su mujer, lo que provocó que el enfadado cornudo lo denunciara a la policía. El califa depuesto tuvo que salir de Córdoba el 21 de diciembre y tomó refugio en Toledo. Al-Musta’in envió un ejército a Toledo para intimidar a sus habitantes y forzarlos a entregar al omeya depuesto, pero, en lugar de eso, todas las marcas fronterizas, desde Tortosa hasta Lisboa, apoyaron al califa al-Mahdi.
Quizás aquí haya que leer entre líneas los resentimientos de las provincias fronterizas contra la capital, porque no les gustaba el centralismo cordobés y querían su propia autonomía. En Córdoba, lo primero que hizo Sulayman fue descolgar el cadáver de Sanchuelo, por respeto a la dinastía amirí, a la que los bereberes sirvieron durante años. El nuevo califa ejecutó a numerosos soldados de al-Mahdi que rechazaban servirle, y a los bereberes los instaló en la ciudad-palaciega de Madinat al-Zahra para evitar que los cordobeses los asesinaran al encontrarse solos.
Por su parte, el conde Sancho García reclamó que Sulayman cumpliese con lo pactado y le entregase fortalezas, pero al-Musta’in dijo que era imposible cumplir el compromiso en esos momentos, ya que la frontera no le obedecía a él, sino a Wadih, leal a Muhammad II. Los castellanos abandonaron Córdoba a mediados de noviembre, aunque el conde dejó a un centenar de caballeros residiendo en una almunia cordobesa. No se sabe qué ocurrió con ellos después.
La expedición catalana a Córdoba del 1010 y la batalla de Guadiaro
El general Wadih se trasladó a Tortosa para contactar desde allí a los condes catalanes y pedir su apoyo a favor de Muhammad. Si el bando de Sulayman había empleado a mercenarios cristianos, ¿por qué no iba a hacer lo mismo el bando de al-Mahdi? El conde Ramón Borrell de Barcelona y Ermengol I de Urgel aceptaron la propuesta, imponiendo un precio muy alto por su ayuda. Los dos condes cobrarían cien dinares de oro por cada día de campaña, y sus soldados, dos dinares al día. Las provisiones corrían a cargo de los musulmanes, y el botín quedaría reservado para los catalanes, incluidas las mujeres magrebíes capturadas. Como referencia, un soldado califal de frontera cobraba dos dinares al mes, no al día.
Antes de partir, ya fuera por acuerdo o por la fuerza, las huestes condales se apoderaron del estratégico enclave de Montmagastre para Urgel, del que hablé en el episodio anterior. La expedición catalana pasó por Zaragoza, donde ya cometieron los primeros abusos; siguieron por Medinaceli, donde profanaron la mezquita, si hacemos caso a las fuentes árabes; y finalmente llegaron a Toledo, donde estaban reunidos los apoyos a al-Mahdi. El grueso del ejército de Sulayman estaba compuesto por bereberes, y el de Muhammad II, por mercenarios de los condados catalanes. El futuro de al-Ándalus estaba en manos de soldados extranjeros.
El 2 de junio de 1010, las tropas de al-Mahdi vencieron a los bereberes y a los andalusíes de Sulayman al-Musta’in en El Vacar, cerca de Córdoba. Los amazighes lograron matar al conde Ermengol y a otros miembros destacados de la aristocracia condal. Los jinetes bereberes abrieron filas frente a la carga de la caballería pesada catalana para luego envolverlos, pero Sulayman no entendió la táctica, pese a que le habían advertido sobre ella, y al ver que los caballeros enemigos iban hacia él huyó, provocando que la retaguardia se deshiciera. Dejó a los bereberes con el culo al aire.
Según un testimonio norteafricano, murieron 10.000 magrebíes, una exageración, mientras que otras fuentes mencionan solo 300 infantes bereberes muertos y ningún jinete, algo igualmente poco creíble. Se sabe que murieron personajes importantes como los cadíes de Elvira y Tudela. Se produjo una desbandada: Sulayman al-Musta’in tomó refugio en Játiva, y los bereberes se dirigieron rápidamente a Madinat al-Zahra y a Córdoba para recoger a sus familias y evitar ser asesinados.
Josep Suñé estudió una crónica poco utilizada que relata cómo, en el pánico generalizado, todos los bereberes de Córdoba se amontonaron en una misma puerta y eso provocó una avalancha humana en la que murieron decenas de mujeres y niños. También hubo más muertes trágicas cuando algunos se ahogaron al cruzar el Guadalquivir. Los llantos fueron inevitables en el camino de huida, y esta experiencia traumática debió influir en el comportamiento vengativo posterior de los bereberes. Robaron mulas y provisiones por el camino, dirigiéndose al sur con la intención de tomar embarcaciones para regresar al Magreb y salvar sus vidas.
Por su parte, los cordobeses saquearon Madinat al-Zahra, y el califa al-Mahdi animó a su gente a matar a cualquiera que pareciera amazigh. Al entrar en Córdoba, los catalanes cometieron asesinatos, saqueos, violaciones y extorsiones económicas, además de proferir insultos contra el islam y el profeta Muhammad. Qué diferentes eran aquellos tiempos de la época de los mártires voluntarios de Córdoba, cuando ahora un cristiano podía blasfemar contra el islam sin consecuencias.
Ibn Idari recoge la historia de una hermosa hija de campesino no bereber que fue capturada por un catalán. Su padre, desesperado, primero imploró a Wadih, quien dijo que no podía hacer nada por el pacto con los cristianos. Luego, llorando, se dirigió al captor y le ofreció 400 dinares por la libertad de su hija. El malvado tomó el dinero y mató al padre. Espero que fuera de los que luego murió en la batalla posterior. Pese a sus fechorías, los cronistas mencionan que los cordobeses recibieron bien a los catalanes como la mejor fuerza para librarse de los amazighes.
Sin embargo, hay indicios que apuntan a que el odio antibereber no estaba tan extendido y que la opinión pública cordobesa estaba más dividida de lo que nos cuentan. Después de pasar varios días en Córdoba, el califa Muhammad II pagó la soldada a los catalanes tras exigir un fuerte tributo a los cordobeses, incluso requisando dinero reservado para obras caritativas de las mezquitas. Además, convenció a los catalanes para que persiguieran a los bereberes hasta Algeciras. Al-Mahdi formó de nuevo un gran ejército popular, al que se unieron miles de cordobeses y campesinos de los alrededores, en lo que consideraban la yihad más importante.
Mientras tanto, los supervivientes bereberes llegaron al río Guadiaro, cerca de Ronda, y allí se encontraron casualmente con una caravana enviada por al-Qasim ibn Hammud, quien más tarde se convertiría en califa. La caravana se dirigía a Córdoba para vender caballos y hacer regalos. Los bereberes requisaron las monturas para aumentar su caballería hasta los 1.000 jinetes. Tomaron una buena posición defensiva entre los bosques y montañas, pero la moral estaba muy baja. Al ver el número de enemigos, creyeron que iban a morir, pero prefirieron combatir antes que ver el destino que podía esperarles a sus mujeres e hijos.
Pero los norteafricanos interpretaron como un mal augurio para sus enemigos los problemas constantes para montar la tienda del califa al-Mahdi. Comenzaron a hacer invocaciones y a rezar a Dios en lengua amazigh, lo que Muhammad II interpretó erróneamente como una súplica de misericordia. El omeya le dijo a Wadih que quería ofrecer a los bereberes la oportunidad de jurarle lealtad y unirse a ellos para luchar contra los mercenarios catalanes, porque estaba cansado de la extorsión económica y de los abusos que estos habían cometido contra los musulmanes.
Wadih quedó perplejo ante la idea de hacer una oferta tan generosa a un pequeño contingente bereber y arriesgarse a perder. Por muchos miles de andalusíes sin experiencia militar que hubiera incorporado al ejército, estos no valían lo mismo que los mercenarios catalanes. En ese momento, Wadih debió darse cuenta de que el califa era un inútil. Los caballeros catalanes cruzaron el río y se lanzaron al ataque, pero no lograron coger desprevenidos a los norteafricanos. Los bereberes rodearon a los catalanes y coordinaron un ataque con lanzas con el que mataron a decenas de cristianos.
El terreno estrecho hacía que unos y otros estuvieran muy apretados, por lo que los bereberes optaron por abrir sus filas, haciendo que los cristianos optaran por huir hacia el río. Al darles la espalda, los amazighes los persiguieron y provocaron una matanza, y además muchos catalanes murieron ahogados en el Guadiaro. Las crónicas hablan de entre 1.300 y 1.500 cabezas cortadas, a las que habría que sumar los muertos en el río. Otras fuentes mencionan 3.000 bajas de un ejército de 9.000 catalanes, lo que representaría un tercio de las fuerzas, aunque estas cifras son a todas luces exageradas, ya que movilizar un ejército cristiano tan grande en esta época era difícil.
Los bereberes fliparon al ver que al-Mahdi y su ejército andalusí no hacían nada por ayudar a sus aliados catalanes. Era evidente que el califa quería que murieran cuantos más mejor para reducir su influencia y ahorrarse el pago de muchos dinares, y que confiaba en la victoria de su ejército popular. Sin embargo, los amazighes no habían aceptado ningún trato con al-Mahdi, y tras acabar con los catalanes, se lanzaron contra los combatientes musulmanes de Muhammad II. Las crónicas árabes guardan silencio sobre las bajas no catalanas en el bando de al-Mahdi, pero los bereberes provocaron una desbandada completa y se apoderaron del tesoro del califa y de los enseres del campamento enemigo.
El líder de la tribu de los Banu Ifran fue mortalmente alanceado al asaltar el campamento condal, pero los bereberes se enriquecieron con un enorme botín de personas, monedas, armas, caballos y otros bienes. En el reparto, a una mujer bereber le tocó un hombre corpulento, lo que podría indicar que participó en la batalla, al igual que otras mujeres guerreras amazighes, como Yamila en el siglo IX. Esto sugiere que el botín, reservado en principio a los combatientes, fue compartido con mujeres que lucharon.
Tampoco sabemos si este y otros hombres esclavizados eran musulmanes o no, porque teóricamente los musulmanes tienen prohibido esclavizar a otros correligionarios. Sin embargo, al-Mahdi y sus seguidores cordobeses ya habían esclavizado a magrebíes pese a ser musulmanes, y esto a veces lo podían justificar legalmente considerando al enemigo un apóstata. A su vez, los bereberes podrían haber hecho lo mismo con los hombres de al-Mahdi por su alianza con los cristianos y su pasividad frente a los abusos contra musulmanes.
En el discurso legitimador de Sulayman al-Musta’in y los bereberes, estos se presentaron no solo como victoriosos guerreros de la yihad contra los cristianos, sino también como los salvadores de al-Ándalus. Y es que es en esta época cuando surgen los primeros testimonios de miedo a una posible expulsión de los musulmanes si los catalanes hubieran ganado la batalla de Guadiaro. Aunque esta percepción era exagerada, ya que los cristianos del norte aún no tenían la fuerza suficiente para tal cosa, refleja un cambio en cómo se veía a los cristianos como una amenaza existencial para al-Ándalus.
En cualquier caso, entre la batalla de El Vacar y la batalla de Guadiaro, acontecida el 21 de junio del 1010, la expedición catalana perdió a muchos hombres. Murieron en batalla o posteriormente por las heridas sufridas el conde Ermengol I de Urgel, los obispos de Osona, Barcelona y Gerona, y el judío encargado del tesoro condal, entre otros personajes destacados. Según Josep Suñé, las pérdidas humanas fueron considerables en ambos bandos, y no se puede hablar de una gran victoria bélica ni para los catalanes ni para los bereberes.
Al regresar a Córdoba, los catalanes estaban llenos de rabia y masacraron a personas que parecían bereberes. Esta es la explicación que da el cronista egipcio al-Nuwayri, pero podría ocultar que fue un ataque premeditado contra los hombres de al-Mahdi y los cordobeses en general, es decir, aquellos que los habían traicionado en la batalla de Guadiaro. Pese a los ruegos del califa Muhammad II y de Wadih, los catalanes supervivientes se negaron a seguir combatiendo tras la muerte de sus principales cabecillas y por desconfianza hacia sus aliados.
Así terminó la expedición catalana a Córdoba de 1010. Para el 1 de agosto, los catalanes habían regresado a sus condados. El resultado fue agridulce: murieron muchos cristianos, pero los supervivientes regresaron cargados de oro y botín. Para el conde de Barcelona, los beneficios económicos y políticos superaban los riesgos, ya que en los años siguientes siguió interviniendo militarmente en al-Ándalus. En un escrito del 1012 se menciona que la empresa de Ramón Borrell y Ermengol I buscaba reconstruir sus territorios tras sufrir las campañas destructivas de Almanzor y al-Muzaffar.
El asedio de Córdoba, 1010-1013
Los amazighes habían logrado sobrevivir y ya no querían volver al Magreb. Su objetivo no era otro que Córdoba. Muhammad II ordenó construir un gran foso con un muro delante que rodeara toda la ciudad para prepararse para el previsible asedio. Pero Wadih creyó que la causa de al-Mahdi estaba perdida, especialmente con su demostrada incompetencia en el gobierno y la guerra. Así, se confabuló con otros saqaliba, como Jayrán, para asesinar a Muhammad II el 23 de julio de 1010 y reponer en el trono califal a Hisham II. Es posible que Muyahid y otros saqaliba no estuvieran de acuerdo con esta decisión, lo que provocó un segundo éxodo de esclavos y libertos europeos ya sin amo hacia Levante.
Wadih se convirtió en háyib, aunque durante unos meses a Hisham II le dio para hacer lo que no había hecho nunca, gobernar él mismo. Wadih propuso a los bereberes volver a la situación anterior a la fitna, con Hisham como califa, pero estos rechazaron la oferta porque no podían olvidar y perdonar la persecución sufrida. Los omeyas de la capital tampoco veían con buenos ojos las ambiciones de los saqaliba, así que juraron lealtad a Sulayman al-Musta’in.
Los bereberes establecieron su campamento en lo que había sido el arrabal de Saqunda, destruido por orden del emir al-Hakam I en el 818 y que para entonces solo contaba con algunas residencias y almunias de ricos. Desde allí, causaron estragos por la campiña cordobesa. En noviembre de 1010, los amazighes tomaron Madinat al-Zahra para usarla como base de operaciones en el asedio a Córdoba. Algunos ocupantes de la decadente ciudad-palaciega lograron huir a los montes, pero otros, que se refugiaron en la mezquita, fueron degollados, incluidas mujeres y niños.
En diciembre, Wadih expulsó del país al respetado y querido cadí de Córdoba, Ibn Dakwan, quien no pudo regresar a al-Ándalus hasta después de la muerte del háyib. Wadih también ordenó destruir el arrabal de al-Rusafa, fundado a partir de una almunia del emir Abd al-Rahman I, para evitar que los bereberes volvieran a asentarse allí y atacaran desde el norte. Córdoba fue sometida a un largo asedio, pero los bereberes no se limitaron a cercar la ciudad y realizaron razias en Valencia, Jaén, Granada, Málaga y Algeciras.
Los malagueños evitaron el ataque pagando un rescate de 70.000 dinares, pero los habitantes de Algeciras sufrieron una matanza y muchos fueron esclavizados. La población cordobesa, como en tantos otros asedios a lo largo de la historia, padeció escasez de víveres, inflación galopante y peste. Los magrebíes robaron tanto ganado en los campos entre Jaén y Córdoba que les fue imposible controlarlo, y destruyeron cosechas para provocar el hambre en la capital. Además, los campesinos de los alrededores se refugiaron dentro del recinto amurallado, que quedó superpoblado, agravando aún más los problemas de hambre y salubridad.
En 1012 se dice que los cordobeses se vieron obligados a comer animales ilícitos para los musulmanes e incluso hubo un episodio de canibalismo. En 1011 Córdoba sufrió fuertes lluvias y una gran crecida del río Guadalquivir que provocó 5.000 muertos y se llevó por delante 2.000 viviendas y algunas mezquitas. La inundación también derribó partes de la muralla e inutilizó buena parte del foso que mandó construir al-Mahdi. Sulayman al-Must’ain pidió de nuevo ayuda militar al conde de Castilla para terminar más rápidamente con el asedio, pero Sancho García era muy listo.
En vez de mover un dedo, envió un mensaje a Córdoba amenazando con que apoyaría a Sulayman si no le cedían algunas fortalezas de la frontera. Y dicho y hecho, tras consultarlo con los notables de la ciudad, en 1011 Wadih cedió al conde de Castilla San Esteban de Gormaz, Clunia, Osma, Sepúlveda, y la imponente fortaleza de Gormaz, entre otras fortalezas menores, a cambio de su no intervención. Las fuentes árabes hablan de que el rey pamplonés Sancho III el Mayor siguió el ejemplo de su familiar y exigió fortalezas, que le fueron concedidas. Sin embargo, no se especifican cuáles ni hay noticias de ello en las fuentes cristianas, por lo que podría ser una noticia falsa.
Mientras tanto, en Córdoba el califa Hisham II tuvo que poner a subasta parte de la alabada biblioteca de su padre, joyas, vajillas, telas y muebles para recaudar dinero. Cuando Wadih pidió contribuciones extraordinarias a los comerciantes del mercado de Córdoba para contratar mercenarios, estos se negaron, argumentando que ya habían hecho aportaciones varias veces. Ante esta situación desesperada, Wadih envió un mensajero a los bereberes para negociar la paz, pero el ejército de Córdoba asesinó al mensajero y exhibió su cabeza por las calles cordobesas para dejar claro que era una lucha a muerte y no se podía pactar nada con los bereberes.
Wadih trató de huir de la capital, pero otro general saqaliba y un grupo de soldados lo capturaron y asesinaron. Exhibieron su cabeza y saquearon las casas de sus amigos y secretarios, quienes ya tenían sus bienes empaquetados para escapar. Según el cronista Ibn Idari, el odio contra los bereberes creció mucho debido al asedio. A un hombre sabio que pidió la paz lo asesinaron, y a una mujer magrebí negra también la mataron. El terror y la psicosis antibereber se apoderaron de Córdoba.
El ambiente en Córdoba todavía era de mucha movilización popular y parece que los habitantes se organizaron por asambleas de barrio y pactaron luchar contra los bereberes y no entregar la ciudad. Pero al hacerse la situación más extrema, algunos cordobeses querían acordar la paz, mientras otros se mantenían testarudos para que tantos meses de sufrimiento no fueran en vano. Un gran incendio y pillajes agravaron la crisis en la ciudad. Para mediados de 1012, el hombre fuerte del gobierno y oficiales del ejército se personaron ante Hisham II para informarle que la situación era insostenible y que no podían vencer.
Enviaron una carta a Sulayman ofreciéndole cesar las hostilidades y que Hisham se mantuviera como califa, pero nombrado a al-Musta’in su heredero. Sulayman tiró la carta nada más ver que Hisham aún se hacía llamar califa. Un gobernador de la frontera envió una carta a Córdoba anunciando que vendría con tropas suyas y del conde de Castilla para socorrer a Hisham. Volvió la euforia y esperanza por unos momentos, pero tal ayuda nunca llegó. Simplemente el precio que pedían los cristianos era demasiado alto para una población exhausta tras varios años de asedio.
Finalmente, entre el 18 y 19 de abril de 1013, se produjo una batalla encarnizada entre el ejército cordobés y los bereberes. En lo que Ibn Idari llamó «la rota de los cordobeses», los asediados sufrieron muchas bajas y fueron derrotados. El 20 de abril, los amazighes entraron a sangre y fuego en los arrabales de Córdoba. Durante días, llevaron a cabo matanzas indiscriminadas, saqueos, incendios y violaciones que quedaron grabadas de forma traumática en la memoria colectiva de los cordobeses y andalusíes.
Solo se salvó la medina, es decir, el recinto amurallado de la ciudad, y una parte de los arrabales orientales. Esto fue gracias a que el antiguo cadí de Córdoba Ibn Dakwan y otros notables pactaron con Sulayman el perdón, a cambio de pagar una gran suma de dinero que garantizara la protección de sus propiedades y vidas. En esos días o unas semanas después Sulayman ordenó asesinar al califa Hisham II. El hijo de al-Hakam II había rechazado unirse al tercer gran éxodo de saqaliba de Córdoba hacia el Levante y simplemente aceptó su destino, quizás por ya estar cansado de que lo usasen como títere.
Entre los saqaliba que se refugiaron en los territorios desde Murcia hasta Tortosa estaba Jayrán, quien primero se hizo con el castillo de Orihuela, luego con toda la región de Murcia, y finalmente conquistó Almería. En las semanas posteriores a la conquista bereber, personajes notables como el literato Ibn Hazm y el judío Samuel Ibn Nagrela abandonaron la antigua capital califal. Como ellos, miles de cordobeses supervivientes del asedio hicieron lo mismo para no regresar jamás. Esto sin mencionar los miles que murieron en batallas, de hambre, por enfermedades y desastres naturales.
La gran metrópolis y conurbación urbana que había sido Córdoba en el siglo X colapsó por la guerra y la inestabilidad política. La mayoría de las almunias y arrabales fueron abandonados, y la población restante se replegó al interior de la ciudad amurallada, que contaba con 200 hectáreas, muy lejos de las más de 800 hectáreas de uso residencial de la Córdoba califal. De los entre 250.000 y 315.000 habitantes que se estiman para la Córdoba califal, como mencioné en el episodio 47, se pasó en el siglo XI a 65.000 habitantes, según la estimación de Antonio Gorbea. Una cifra muy alejada de los años de gloria de la ciudad.
Me sorprende que bastantes historiadores, al hablar de la fitna del Califato de Córdoba, hablen prácticamente de pasada del asedio a la capital y sus consecuencias, sin enfatizar la enorme trascendencia que tuvo. Con una Córdoba muy debilitada por la guerra, era prácticamente imposible restaurar un califato con sede en la ciudad, porque ya no existían las bases de poder omeya que habían permitido superar incluso la difícil fitna del Emirato de Córdoba. El final del asedio, con una Córdoba en ruinas, marcó el fin de su rol como capital.
Desde entonces, Córdoba siguió siendo una ciudad muy importante, pero ya no lo suficiente como para ejercer un marcado carácter hegemónico ni imponer su voluntad frente a otros centros de poder emergentes. El asedio de Córdoba entre 1010 y 1013 había hecho colapsar al estado central y, en esos tiempos convulsos, de forma natural las ciudades y provincias comenzaron a autogobernarse, ya que las comunicaciones con Córdoba estaban cortadas. Así surgieron las primeras taifas.
Básicamente, ocurrió algo similar a lo que sucedería en España si Madrid fuera asediada durante varios años y arruinada por una guerra. Sin embargo, la ruina de Córdoba fue el abono necesario para que ciudades medianas y pequeñas pudieran florecer. El asedio de Córdoba fue por tanto el punto de inflexión más importante en la caída del Califato de Córdoba y la emergencia de los reinos de taifas. Y como este es un punto de inflexión, si quieres hacer una pausa para procesar todo lo que te he explicado hasta ahora, es un buen momento para hacerlo. Te animo a suscribirte a La Historia de España – Memorias Hispánicas en YouTube o a mis dos pódcasts, y a apoyar mi exhaustivo trabajo de divulgación en Patreon. Tienes el enlace en la descripción.
Las concesiones territoriales de Sulayman al-Musta’in
La victoria del omeya Sulayman al-Musta’in fue pírrica. En Córdoba todo el mundo lo odiaba por haber sometido a la ciudad a asedio, matanzas y saqueos. Fuera de ella, el control de Sulayman era débil o nulo en buena parte del territorio andalusí, y ni hablemos del Magreb omeya. Sulayman intentó que los saqaliba que habían huido a Levante regresaran a Córdoba, pero estos no respondieron a sus cartas. Uno de ellos, Muyahid de Denia, incluso proclamó, a finales de 1014, a su propio califa omeya, no para hacerse con Córdoba, sino para legitimar su poder regional y llevar a cabo conquistas marítimas.
La victoria de Sulayman era la victoria de la facción bereber, y por eso colocó a magrebíes en puestos clave de la administración. En estas condiciones era imposible restablecer un Estado omeya capaz de evitar la concentración de poder en una sola facción política. El tesoro estatal estaba agotado, y de algún modo, al-Musta’in tenía que recompensar a sus leales bereberes y extender su autoridad sobre al-Ándalus. Por eso Sulayman concedió distritos territoriales de Andalucía a tribus amazighes, de donde podían extraer tributos para el mantenimiento de los ejércitos. Estas concesiones dieron origen a numerosas taifas.
A los bereberes sinhaya, encabezados por la dinastía zirí, les concedió la provincia de Elvira, Granada; a los magrawa, el norte de Córdoba; a los Banu Birzal y Banu Ifran los distritos de Jaén, a los Banu Jizrun Arcos, y a los Banu Dammar y Banu Azdaya Medina Sidonia, Morón, y otras fortalezas. Esta situación no se mantuvo estática, pues sabemos que los Banu Birzal terminaron fundando la Taifa de Carmona, los Banu Ifran la de Ronda, y los bereberes magrawa debieron de quedar absorbidos en otras taifas. Sulayman reconoció una situación ya de hecho cuando confirmó en el gobierno de Zaragoza a Mundir ibn Yahya de la dinastía árabe tuyibí, a Ali ibn Hammud en Ceuta, y a su hermano al-Qasim en Algeciras, Tánger y Arcila.
Las concesiones territoriales otorgaban el derecho a quedarse con la mayor parte de los impuestos de la región asignada. Sin los bereberes, Sulayman al-Musta’in no habría llegado a donde llegó, y además, ni aunque hubiera querido, habría podido evitar que se adueñaran de provincias. Las concesiones bajo su dirección permitían al menos que el proceso tuviera cierto orden, y dispersar a los bereberes por las provincias le ayudaba a extender su autoridad teórica en estas.
Los bereberes ocuparon los territorios por la fuerza o la amenaza de ella, pero también con la colaboración de las élites de la administración califal de ciudades y provincias. Esta colaboración predominó en la Taifa de Granada, ya que, de otro modo, habría sido imposible llevar a cabo el traslado de la capital regional de Elvira a Granada. La unidad califal estaba solo restituida en apariencia; en realidad, la posición de Sulayman dependía de mantener esta ilusión. El control de las provincias y de sus impuestos estaba en manos de otras personas, lo que limitaba enormemente la capacidad de maniobra del califa.
La fundación del Califato hammudí, el califato olvidado de al-Ándalus
Pocas dinastías han sido tan injustamente menospreciadas e infravaloradas en la historiografía española y de al-Ándalus como la dinastía hammudí. De hecho, si buscas en YouTube ni siquiera te aparece un solo vídeo sobre ellos. Los hammudíes eran una rama de la dinastía idrisí, que gobernó numerosas ciudades y regiones de Marruecos entre los siglos VIII y X. Esto significa que los hammudíes eran una dinastía árabe descendiente directa de Alí y Fátima, y, por tanto, del profeta del islam, Muhammad. Es falso, entonces, que fueran bereberes o árabes berberizados, acusaciones hechas para no romper con el esquema simplista de dividir a los gobernantes de taifas en andalusíes, bereberes y saqaliba.
Aclarado esto, la primera vez que las fuentes mencionan a Ali ibn Hammud y su hermano mayor al-Qasim es en junio de 1010, cuando lograron abandonar al-Ándalus tras el descalabro en la batalla de El Vacar y se apoderaron de Ceuta. Más tarde, reaparecen en 1013 entre los conquistadores de Córdoba al servicio del califa al-Musta’in. Como he dicho, Sulayman reconoció el control hammudí sobre ambas orillas del Estrecho de Gibraltar, incluyendo Ceuta, Algeciras, Tánger y Arcila. Los cronistas árabes consideraron un grave error político por parte de Sulayman permitir que una dinastía idrisí con legitimidad para reclamar el califato tuviera tanto poder.
Entre 1013 y finales de 1014, Ali ibn Hammud acuñó dinares a nombre de Sulayman, aprovechando el control de Ceuta sobre las rutas transaharianas que traían oro. Sin embargo, desde 1015, Ali comenzó a acuñar monedas de oro y plata a nombre de Hisham II, presentándose como su heredero. ¿Qué había ocurrido? Según los hammudíes, durante el asedio a Córdoba, Hisham II habría enviado una carta a Ali ibn Hammud pidiéndole que lo liberara del sitio a cambio de nombrarlo heredero en el califato. Muchos historiadores contemporáneos se han apresurado a negar categóricamente este hecho y lo consideran una falsificación de Ali para legitimarse.
Sin embargo, historiadores como Manuel Acién, María Dolores Rosado Llamas, o Almudena Ariza se han encargado de rehabilitar la memoria del Califato hammudí y defienden que es plausible que Hisham ofreciera el califato a Ali. Primero, eso era la misma oferta que le había hecho a Sulayman y que este rechazó. Ali servía a al-Musta’in, así que tal ofrecimiento también hubiera tenido sentido para sembrar la división entre los enemigos, igual que Hisham ya se intentó ganar el favor de Zawi ibn Ziri.
Ofrecerle el califato a alguien que no era un omeya no hubiera sido excepcional en Hisham, pues ya lo hizo con Sanchuelo, quien ni siquiera pertenecía a los Quraysh, como sí pertenecían los idrisíes. Además, ningún otro pretendiente califal en la fitna se legitimó en la existencia de una carta similar, lo que de nuevo da credibilidad a la supuesta carta de Hisham a Ali. Desde el punto de vista islámico, Ali ibn Hammud estaba perfectamente legitimado para reclamar el título califal por ser un miembro de la tribu Quraysh y descendiente del profeta, y por el ofrecimiento de Hisham II de nombrarle heredero.
Fuera verdad o no lo de la carta, muchos en el Magreb y al-Ándalus lo creyeron y apoyaron su alzamiento contra Sulayman. Ali ibn Hammud se rebeló en 1015 con el pretexto de querer liberar a Hisham II, ya que muchos creían que no estaba muerto, sino encarcelado o recluido, como ya había pasado en otras ocasiones. En la primavera de 1016, el fundador de la dinastía hammudí, de 54 años, cruzó el Estrecho con la intención de llegar hasta Córdoba. Primero, se apoderó de Málaga con el beneplácito de la mayoría de su población.
El principal apoyo del pretendiente hammudí no eran los bereberes, pues solo consiguió el apoyo activo de los ziríes de Granada, sino los saqaliba de Almería y Murcia liderados por Jayrán. Sulayman apenas pudo ofrecer resistencia porque ya pocos amazighes le apoyaban. Ali entró en Córdoba el 1 de julio de 1016 y exigió ver a Hisham II, vivo o muerto. Desenterraron su cadáver y, al comprobar que estaba muerto, lo enterraron junto a los emires y califas omeyas. Sulayman al-Musta’in fue acusado de asesinar a Hisham y decapitado por el propio Ali ibn Hammud.
Después de esto, el hammudí fue proclamado califa en el alcázar de Córdoba, símbolo de soberanía y fuente de legitimidad desde la época emiral. Ali adoptó el sobrenombre honorífico del venerado califa Abd al-Rahman III, al-Nasir. Era toda una declaración de intenciones para presentarse como continuador del Califato omeya cordobés y como un gran califa. Una cuestión interesante es si los hammudíes defendían el chiismo, una rama minoritaria del islam que sostiene que solo los descendientes del profeta Muhammad pueden ser califas.
En el chiismo, los hombres de religión tienen un gran poder, y existen doctrinas religiosas y místicas que difieren del islam sunní, el mayoritario. María Dolores Rosado considera que el chiismo hammudí se limitaba a su legitimación dinástica por descender de Alí y Fátima. Por su parte, Almudena Ariza cree que las monedas hammudíes muestran una influencia chií mayor de lo aceptado generalmente. Quizás Ali y sus sucesores trataron de equilibrar el sunismo de al-Ándalus con el chiismo dinástico hammudí y las creencias chiíes y místicas heterodoxas, bastante extendidas entre algunos grupos bereberes.
Pero volviendo a Ali ibn Hammud, este fue reconocido como califa en buena parte del antiguo Magreb omeya y en el sur de al-Ándalus. Lo reconocieron los ziríes de Granada, los bereberes de Arcos, Carmona, Jaén, Morón, Ronda, Fez y Orán, e incluso los saqaliba que gobernaban Valencia acuñaron monedas a su nombre. A diferencia de los omeyas, que habían perdido sus bases de poder, los hammudíes contaban con dominios directos. Ali puso a su hijo Yahya al frente del gobierno de Ceuta, a su hijo Idris en Málaga y a su hermano mayor al-Qasim en Sevilla.
Por su parte, Jayrán regresó a sus tierras almerienses descontento, ya que esperaba que Hisham estuviera vivo para usarlo como califa títere. Poco después, probablemente comenzó a conspirar, aunque inicialmente reconoció nominalmente a Ali ibn Hammud. Cabe destacar que el califa Ali ibn Hammud es el primer soberano de al-Ándalus al que las fuentes se refieren también como sultán, palabra que hasta ese momento aludía al poder en abstracto, pero que comenzó a usarse como sinónimo de soberano en el mundo islámico. Esto refleja que, desde hacía tiempo, la figura del califa fue perdiendo su sacralidad original en el mundo islámico sunní y la autoridad del soberano musulmán se veía de forma secular, de forma bastante similar a la de un rey cristiano.
Los cronistas alaban la justicia de los primeros meses de gobierno de Ali ibn Hammud. Presidió juicios y aplicó la ley islámica de manera implacable contra las faltas graves, independientemente de si los delitos eran cometidos por personas notables o humildes, bereberes o andalusíes. Además, nombró al primer cadí de origen muladí de Córdoba, quien permaneció doce años en el cargo a pesar de los cambios de califa. Se conserva una carta dirigida a los habitantes de la provincia de Jaén, en la que Ali ibn Hammud mostraba su comprensión por las molestias del pago del impuesto del grano en especie y dispuso que el pago se hiciera en metálico, para ahorrar costes de transporte a los vecinos.
Otro aspecto destacable de los primeros tres califas hammudíes es la excelente calidad de sus dinares y dirhams, que mantuvieron la pureza característica de los mejores tiempos del Califato de Córdoba. Los dinares hammudíes, acuñados principalmente en Ceuta, circularon tan extensamente que incluso el condado de Barcelona comenzó a producir sus propias monedas de oro, conocidas como mancusos, a imitación de las hammudíes. Las buenas relaciones de los califas hammudíes con los bereberes magrawa y gumara de Marruecos dificultaron que otros reinos de taifa accedieran al oro sudanés y a la plata magrebí.
Sin embargo, la fitna del Califato de Córdoba también tuvo efectos negativos en el Magreb occidental y central. Bajo el régimen amirí, se había llevado a cabo un notable proceso de centralización del poder político en el Magreb, pero el colapso del Estado omeya provocó la fragmentación del poder. La decadencia del Califato hammudí en los años 1040 y 1050, junto con las conquistas almorávides en el Magreb, dificultaron el acceso a metales preciosos, haciendo que la pureza de los dirhams de plata cayera del 70-80% a monedas de vellón con menos del 10% de plata en los peores casos.
Las disputas hammudíes y omeyas por Córdoba
La alegría del califa Ali ibn Hammud duró poco. En 1017, el señor de la Taifa de Almería, Jayrán, alzó a un pretendiente omeya, Abd al-Rahman IV al-Murtada. Jayrán solo había apoyado a Ali para deshacerse del califa Sulayman al-Musta’in, quien había provocado el éxodo de muchos saqaliba de Córdoba. Jayrán deseaba que Hisham estuviera vivo para usarlo como títere, al igual que habían hecho los amiríes o Wadih. Al confirmarse su muerte, buscó a otro omeya. Ali preparó una expedición para apresar a Jayrán, pero tuvo que cancelarla debido al mal tiempo.
Jayrán logró formar una coalición más amplia con el apoyo militar de Mundir ibn Yahya de Zaragoza, los reyes de la Taifa de Valencia y algunos mercenarios catalanes. Esto provocó un cambio en la forma de gobernar de Ali ibn Hammud. El califa hammudí empezó a temer por su posición, se volvió autoritario y abandonó su justicia imparcial para favorecer a los bereberes. Ordenó requisar armas de los civiles de Córdoba, impuso nuevos impuestos, llenó la ciudad de espías y confiscó propiedades a quienes sospechaba de conspirar contra él. Según el cronista Ibn Hayyan, que no veía con buenos ojos a los hammudíes, las calles de Córdoba estaban desiertas de día debido al clima de terror instaurado por el gobierno autoritario.
El ejército de los partidarios de al-Murtada avanzó por Jaén. Poco antes de que Ali pudiera salir con su ejército a enfrentarlos, tres sirvientes, probablemente sobornados por Jayrán, lo asesinaron en marzo de 1018 mientras se bañaba. No se sabe si ocurrió en Córdoba o en Jaén. Es destacable que el cuerpo de Ali ibn Hammud fuera enterrado en Ceuta, y no en Córdoba, como era costumbre entre los omeyas. Por las monedas que acuñó sabemos que Ali había designado heredero a su hijo Yahya, que gobernaba en Ceuta.
Sin embargo, los bereberes zanata del ejército hammudí ofrecieron el trono al hermano mayor del fallecido, al-Qasim, de 61 años. Es comprensible que quisieran llenar rápidamente el vacío de poder y buscar a alguien que ofreciera más garantías de seguridad y estabilidad que un veinteañero inexperto como Yahya. Además, al-Qasim estaba en Sevilla, mucho más cerca que Yahya, y el tiempo apremiaba en momentos de incertidumbre. No obstante, esta decisión de ignorar los derechos dinásticos de Yahya provocó más tarde disputas entre las dos ramas familiares hammudíes, lo que debilitó al Califato hammudí y facilitó su declive hasta su desaparición en 1056.
En su ceremonia de proclamación, al-Qasim declaró perdonar a todos los habitantes de al-Ándalus, independientemente de su color de piel, e instó a la población a regresar a la obediencia, advirtiendo que castigaría sin favoritismos a quienes no lo hicieran. Los cronistas, incluso los proomeyas, lo describen como un musulmán piadoso. Además, al-Qasim abolió un impuesto extraordinario que obligaba a cada hombre con ciertos recursos a equipar y mantener a un soldado. Por lo menos en Córdoba fue más querido que su hermano.
En 1018 o 1019 4.000 soldados teóricamente leales a Abd al-Rahman IV, antes de intentar asaltar Córdoba, se dirigieron a Granada para enfrentarse a los bereberes sinhaya liderados por Zawi ibn Ziri, el aliado más poderoso del califa al-Qasim. Al-Murtada quería que los sinhaya se unieran a su causa, pero Zawi respondió con aleyas coránicas rechazando la oferta. La batalla, sin embargo, fue puro teatro. Jayrán y Mundir ibn Yahya, en lugar de ayudar al califa que habían promovido, lo abandonaron en el campo de batalla, permitiendo que los 1.000 jinetes de élite de Granada masacraran a los soldados omeyas. Los contingentes catalanes huyeron en medio del desastre.
Para colmo, Jayrán envió hombres a Guadix que asesinaron al pretendiente al califato. No fue una victoria zirí por sus habilidades, sino por la traición de los supuestos aliados de al-Murtada. ¿Pero por qué lo traicionaron? Pues todo apunta a que Abd al-Rahman IV no era alguien dócil y los reyes de Almería y Zaragoza temían aupar a un soberano fuerte. Personajes como Wadih, Jayrán, o Muyahid solo quisieron repetir la jugada de Almanzor y usurpar el poder bajo un califa omeya títere, creando un estado dominado por los saqaliba, el equivalente andalusí a los mamelucos.
El cronista Ibn Hayyan habló con gran pesimismo sobre la muerte de al-Murtada, considerando que se esfumaron las esperanzas para restaurar el califato de los omeyas. No se equivocaba, pues todos los intentos posteriores de restauración omeya quedaron limitados a Córdoba, sin implicación de las taifas. Y es que este también fue el último intento serio de los saqaliba para restaurar el sistema de gobierno amirí. Además, en estas circunstancias los omeyas se dispersaron geográficamente y sufrieron la apatía y desdén de la gente, e incluso algunos fueron perseguidos en algunos lugares.
Zawi ibn Ziri envió un parte de victoria a al-Qasim, entregándole parte del botín y el pabellón de al-Murtada como trofeo de guerra. Al-Qasim exhibió el botín para que los cordobeses entendieran que los omeyas no iban a volver. Al-Qasim llegó a un acuerdo con algunos reyes de taifa para reconocer su dominio. Reconoció el gobierno de Mundir ibn Yahya de Zaragoza, así como de Jayrán en Almería y Murcia y al también saqaliba Zuhayr en Jaén, Calatrava y Baeza. Parecía que al-Qasim podía restablecer poco a poco la normalidad y la unidad del país.
Sin embargo, dos hechos hicieron que al-Qasim perdiera el control de Córdoba. El segundo califa hammudí formó una guardia personal de negros, no se sabe si mercenarios o esclavos, para tener una facción leal, pero eso le hizo perder el apoyo de algunos grupos bereberes. Su sobrino Yahya ibn Ali no había ocultado hasta entonces que no estaba conforme con que se hubieran saltado sus derechos dinásticos, y había acuñado monedas en Ceuta y Málaga presentándose como heredero de al-Qasim hasta el año 1021. Su tío hacía oídos sordos y había designado a un hijo suyo como sucesor.
Yahya abandonó Ceuta y tomó refugio en Málaga, gobernada por su hermano Idris, para recabar apoyos y deponer a su tío. A mediados de 1021 se sublevó y derrocó a al-Qasim con la ayuda de ejércitos saqaliba. Los bereberes de Medina Sidonia, Morón, Arcos y Jaén no se movilizaron para apoyar a al-Qasim, así que este optó por irse de Córdoba sin presentar batalla y se retiró a Sevilla. Yahya, de 26 o 27 años, fue ampliamente aceptado en un principio en Córdoba en agosto de 1021. Rebajó a la mitad el impuesto del jarach, liberó a gente de las cárceles y mantuvo buenas relaciones con los ulemas.
Los cronistas presentan a Yahya como un patrón de poetas, el más valiente, generoso y sobresaliente califa de todos los hammudíes, aunque como defecto decían que era vanidoso. El linaje de Yahya no podría ser más noble, pues descendía de la familia del Profeta tanto por parte de padre como de madre. Sin embargo, pocos territorios reconocieron a Yahya aparte de las regiones que controlaba directamente. Sevilla, Algeciras y Tánger seguían en manos de al-Qasim, y Zaragoza y Valencia también lo seguían reconociendo, aunque con pocos efectos prácticos.
La guerra entre los hammudíes prosiguió. Sabemos que en febrero de 1022 hubo una batalla en Triana entre los soldados de al-Qasim y de Yahya, en la que los partidarios de al-Qasim perdieron. En 1022 al-Qasim de alguna manera apoyó a un nieto de Almanzor, que se hizo con el control de Jaén durante unos siete años y desplazó del poder a la dinastía bereber de los Banu Ifran. De este modo, al-Qasim debilitó a su sobrino, haciendo que aliados suyos perdieran territorios. Al-Qasim también estuvo vinculado con este hijo del háyib al-Muzaffar por el hecho de que su madre era una de las concubinas que fue pasando de harén en harén hasta llegar a al-Qasim, y fue esta madre quien financió la aventura jienense.
Los bereberes zanata volvieron a apoyar a al-Qasim, y es posible que los cordobeses también se alzasen contra Yahya y prendiesen fuego al alcázar en febrero de 1023. Así que Yahya tuvo que huir de Córdoba y refugiarse en Málaga. Según el cronista al-Maqqari, su hermano Idris le habría avisado de que notables malagueños contactaron con Jayrán de Almería para dejar de reconocerlo, así que es posible que Yahya prefiriera consolidarse en una ciudad costera orientada al Magreb en lugar de aferrarse a Córdoba con el riesgo de perderlo todo. Tras esto, al-Qasim regresó a la antigua capital de los omeyas.
La oposición de sus sobrinos hizo que al-Qasim durara poco en el gobierno cordobés. Yahya conquistó Algeciras, una plaza fuerte de al-Qasim que guardaba buena parte de sus recursos económicos. Por su parte, su hermano Idris se apoderó de Tánger, con lo que pasaron a controlar el estrecho de Gibraltar y todos los beneficios económicos y estratégicos que ello reportaba. Esto, sumado al maltrato de los bereberes hacia la gente del zoco, provocó una revuelta de los cordobeses en septiembre de 1023.
Los rebeldes cordobeses asediaron el alcázar y hubo un intenso enfrentamiento entre el pueblo y el ejército amazigh y de negros de al-Qasim. Al-Qasim salió de la medina de Córdoba, pero luego se atrincheró en los arrabales occidentales y asedió Córdoba durante varias semanas. Los cordobeses terminaron por salir y derrotaron a los bereberes leales al hammudí. Al-Qasim decidió huir de Córdoba e intentó nuevamente encontrar refugio en Sevilla con sus hombres.
Pidió a los sevillanos que desalojaran 1.500 viviendas para instalar a su ejército, pero los sevillanos, enterados de la derrota de al-Qasim, no querían que soldados magrebíes perturbaran la paz en Sevilla. Así que expulsaron al hijo de al-Qasim de la ciudad y cerraron las puertas de la medina. El líder de la revuelta fue el cadí de Sevilla, Muhammad ibn Ismail ibn Abbad, quien poseía un tercio de las propiedades y rentas de la ciudad y que se convirtió en fundador de la dinastía abbadí.
El primer soberano abbadí durante unos años reconoció a Yahya como califa y le entregó tributos y a su hijo de rehén, el que reinaría como al-Mu’tadid, pero los sevillanos rechazaron que entrasen en la ciudad Yahya y sus tropas porque no querían bereberes allí. Al-Qasim se refugió en Jerez, pero Yahya ibn Ali sometió la población a un asedio. Tras muchas bajas en ambos bandos, capturó a su tío en 1024 o 1025. Al-Qasim fue estrangulado en la cárcel de la alcazaba de Málaga más de diez años después.
Por su parte, los cordobeses amotinados se vieron en la necesidad de proclamar a un nuevo califa de la dinastía omeya. Para hacer la elección entre tres candidatos omeyas, se organizó un consejo, presumiblemente compuesto por alfaquíes y ministros, ante el pueblo llano y las élites. Un candidato parecía el favorito, pero entonces Abd al-Rahman V entró acompañado de un gran número de seguidores y soldados, con la intención de intimidar y demostrar que contaba con los apoyos necesarios para ser califa. Así fue proclamado en noviembre de 1023.
El gobierno de Abd al-Rahman V duró solo cuarenta y siete días debido a su persecución contra quienes habían apoyado la candidatura de otros omeyas y por colocar a jóvenes inexpertos en posiciones de poder. La hacienda estaba arruinada y, para compensar, se dedicó a expoliar bienes de la gente que se marchaba de la decadente antigua capital de al-Ándalus. No tenía ningún reconocimiento más allá de Córdoba. El detonante de la revuelta de enero de 1024 fue su decisión de dar la bienvenida a jinetes bereberes, lo que indignó a los cordobeses, que no estaban dispuestos a permitir que estos ocuparan posiciones de poder tras haber derramado tanta sangre para expulsarlos.
Los cordobeses amotinados liberaron a represaliados de la cárcel, mataron a los guerreros bereberes acogidos por el califa y, al entrar en el alcázar, encontraron por casualidad a un príncipe omeya, a quien decidieron proclamar como califa. Así, auparon al poder a Muhammad III. Abd al-Rahman V intentó esconderse en los hornos de los baños, pero lo encontraron y ejecutaron. Las crónicas condenan que los guardias se repartieran a las mujeres del harén de Abd al-Rahman V y las violaran.
Sin embargo, este tipo de actos no era tan excepcional como se decía. La transgresión de normas sociales fue una constante durante la fitna del Califato de Córdoba, y en específico, la violencia contra las mujeres servía para humillar a los hombres enemigos. Por ello, en ocasiones, los propios hombres, al prever su derrota, mataban a sus hermanas, esposas, concubinas o hijas para evitar que fueran esclavizadas o violadas. Esta violencia específica contra las mujeres en contextos de guerra ha sido, y sigue siendo, una constante en la historia humana.
Muhammad III demostró ser otro gobernante incompetente y dado al libertinaje, alguien que no despertaba respeto y al que llamaban cobarde y gordo. Fue motivo de chascarrillos que ofreciera puestos de poder a personas del pueblo llano; estos, al principio, se ilusionaban creyendo que era un gran honor, pero luego terminaban queriendo renunciar porque no recibían ningún beneficio material debido a la bancarrota del tesoro omeya. La situación económica, ya de por sí penosa, se agravó con el gran terremoto de al-Ándalus de 1024.
Algunos cordobeses quisieron proclamar califa a otro omeya, pero se arrepintieron. En respuesta, Muhammad III encarceló al famoso poeta Ibn Hazm, lo que provocó que otros personajes que habían apoyado al califa anterior, como el poeta Ibn Suhayd, abandonaran Córdoba por Málaga y pidieran la intervención del califa hammudí Yahya ibn Ali. El descontento en Córdoba convenció a Yahya de que el ambiente era propicio para volver a ocupar la ciudad. Al enterarse de estos planes, Muhammad III huyó de Córdoba en junio de 1025 disfrazado de cantora. Sin embargo, sus acompañantes lo traicionaron, le robaron todo su dinero y lo asesinaron.
Yahya se tomó con calma el recuperar Córdoba y no entró en la ciudad hasta noviembre, lo que demuestra la poca importancia que tenía ya la vinculación de Córdoba con el califato. Yahya ibn Ali abandonó Córdoba por Málaga en marzo y dejó a un lugarteniente bereber de la dinastía de los Banu Ifran para que gobernara en su nombre. Sin embargo, a los dos meses un motín de cordobeses volvió a estallar, y según el cronista Ibn Idari, mataron a 1.000 magrebíes. Por petición de los cordobeses, Jayrán de Almería y Muyahid de Denia ocuparon la ciudad durante unas semanas, pero al no ponerse de acuerdo para establecer un gobierno estable, los cordobeses tuvieron que decidir por sí mismos su futuro.
La expulsión de los omeyas de Córdoba. ¿Abolición del califato y fin de la fitna?
En junio de 1027 la aristocracia árabe y personas notables de Córdoba entronizaron al omeya Hisham III, hermano de Abd al-Rahman IV refugiado en la Taifa de Alpuente. La fragmentación política de al-Ándalus, la inestabilidad y el hecho de que Córdoba ya no era una ciudad tan deseable hicieron que Hisham III no se decidiera a entrar en ella hasta finales de 1029. Su califato fue muy impopular porque se entregó a una vida de placeres y dejó el gobierno en manos de un visir.
Este ministro, que no era de alta cuna, ignoraba la voluntad de los notables cordobeses, lo que desató una conspiración liderada por un pretendiente omeya. Los rebeldes decapitaron al visir, y el califa Hisham III, al enterarse, huyó del alcázar y se refugió en la mezquita aljama, hasta que al día siguiente fue expulsado de la ciudad. El último califa omeya se acogió a la protección del gobernador de Lérida, Sulayman ibn Hud, donde murió pocos años después.
Ese 30 de noviembre de 1031, los notables de Córdoba convencieron a los jefes del ejército de no apoyar la candidatura del omeya que había liderado el motín. En su lugar, los cordobeses acordaron no proclamar a ningún califa más, ni omeya ni hammudí, tras tantos años de soberanos nefastos. En los zocos se pregonó que nadie debía dar cobijo a un omeya, con el fin de expulsarlos definitivamente de la ciudad. Al final, los omeyas eran los tóxicos de la relación, y los cordobeses decidieron cortar. La época gloriosa de la dinastía omeya hacía décadas que había terminado.
Córdoba pasó a estar gobernada por un consejo de ministros liderado por Abu l-Hazm ibn Yahwar, cadí y ministro fundador de su propia dinastía taifa, irónicamente descendiente de uno de los clientes que apoyaron la entronización del emir Abd al-Rahman I. Con su estirpe, Córdoba se estabilizó e inició una tímida recuperación de su prosperidad, aunque siguió siendo una sombra de lo que había sido. En Córdoba se siguieron acuñando monedas, pero a nombre de Hisham II, el último califa de consenso en al-Ándalus.
Con esto surgen dos preguntas: ¿abolieron el califato en 1031? ¿Y terminó la fitna entonces? Pues la respuesta a ambas preguntas es que no. Los cordobeses no tenían ninguna potestad para abolir una idea o institución. Tampoco una Córdoba decadente tenía el derecho exclusivo a reconocer o dejar de reconocer califas, o a ser la capital de un califato. Desde el año 1023 Málaga se convirtió en la capital del Califato hammudí, un hito poco recordado en la historia local malagueña, pero de gran trascendencia para convertir a Málaga en una gran ciudad. También se puede considerar que Sevilla fue sede califal con el falso Hisham II a partir del 1035.
Las acuñaciones de oro califales tampoco terminaron en 1031. Desde la cultura material, los investigadores han percibido que en las taifas que reconocían el califato hammudí se mantuvieron estilos continuistas en monedas, epigrafía y decoración arquitectónica respecto al periodo omeya, en contraste con las taifas que no reconocían a esta dinastía idrisí. Por tanto, 1031 marca el fin de la dinastía omeya como familia reinante y el fin del Califato de Córdoba, que hacía años que era, en la práctica, una ficción.
Sin embargo, no dejó de existir un califato en al-Ándalus, pues existía el Califato hammudí. Los hammudíes no fueron unos reyes de taifa más con pretensiones califales, fueron unos califas reconocidos por varios poderes en al-Ándalus y el Magreb. Es revelador que se proclamase un falso Hisham II para contrarrestar el poder y legitimidad hammudí, y lo hicieron desaparecer al ser depuesto el último califa hammudí en el año 1056. Tras el fin del asedio de Córdoba, los califas omeyas de la fitna carecían de bases de poder propias y eran simples títeres en manos de soberanos de taifas. En cambio, los hammudíes siempre tuvieron bases de poder propias en el área del Estrecho de Gibraltar, lo que les permitió controlar el tráfico de oro y otras mercancías entre África y al-Ándalus.
Y sobre la cuestión del fin de la guerra civil, Ibn Hayyan escribió esto tras la deposición de Hisham III: “A partir de ese momento, la fitna se hizo más amplia y profunda. Cada uno saltó sobre el poder en su lugar, y los arráeces y señores levantiscos de al-Ándalus fueron dueños absolutos del territorio y de los castillos que tenían a su alcance, ambicionando cada uno de ellos lo de los demás.” El geógrafo al-Bakri, en 1068, también afirmaba que la fitna continuaba. Así, la fitna se prolongó hasta la reunificación de lo que quedaba de al-Ándalus bajo el Emirato almorávide, entre 1090 y 1116.
Responsables y consecuencias de la fitna del Califato de Córdoba
¿A quién hay que culpar por la fitna del Califato de Córdoba? Lo cierto es que las culpas se pueden repartir entre muchos. Una pequeña parte recae en el tan alabado califa Abd al-Rahman III, quien prohibió a su heredero, al-Hakam II, tener hijos mientras él viviera. Esto hizo que al-Hakam no pudiera tener descendencia hasta ser un cuarentón. Una culpa bastante mayor la tiene al-Hakam II, por ser tan irresponsable al designar a su hijo Hisham II como heredero cuando era menor de edad y tenía discapacidades físicas y mentales que lo descalificaban como califa.
Al-Hakam podría haber hecho que lo sucediera un hermano suyo, algo que no hubiera sido inaudito en la historia de la dinastía omeya. Que un niño fuera califa quizás no habría sido tan problemático si no fuera porque las capacidades de regencia de su madre, Subh, estaban limitadas por el machismo y la sociedad patriarcal de la época. Subh tuvo que recurrir a un hombre que actuase de intermediario, en este caso Almanzor, para controlar al ejército y hacer valer su voz fuera de los muros del alcázar de Córdoba, del que no podía salir. Esto permitió que alguien ajeno a la dinastía omeya se hiciera con el poder efectivo en el Califato de Córdoba.
El prestigio y la legitimidad de los omeyas se vieron minados al permitir esta usurpación de su poder. La fitna del Califato de Córdoba no fue culpa de los bereberes, como sostenían muchos cronistas, ya que ellos fueron perseguidos indiscriminadamente y solo se organizaron para aupar a un califa que pudiera garantizar su seguridad. Quien había traído a la mayoría de los magrebíes para servir en el ejército fue Almanzor, y en menor medida su hijo al-Muzaffar. Por tanto, si hay que culpar a alguien en relación con los bereberes, esos son ellos. Pero, sobre todo, la fitna estalló porque el califa Muhammad II al-Mahdi tomó decisiones estúpidas que lo llevaron a perder el apoyo de los pilares fundamentales del Estado omeya.
Si analizamos las causas más profundas, un motivo común detrás de la inestabilidad y las usurpaciones en los estados islámicos era que los soberanos musulmanes se aislaban del país real construyendo ciudades-palaciegas llenas de concubinas, burócratas y eunucos que podían conspirar; estableciendo protocolos que los distanciaban de la población más allá de su círculo cortesano; y extranjerizando sus ejércitos con mercenarios y esclavos.
Sobre esto último ya hablé en detalle en el episodio 53, Almanzor, el azote de los cristianos, pero este proceso fue la culminación de algo iniciado por los emires y califas omeyas. Marginaron a los elementos andalusíes de origen árabe para llenar el ejército de bereberes recién llegados, esclavos y libertos europeos, lo que generó una gran brecha social entre los gobernados y los gobernantes. Incluso desde Abd al-Rahman III apenas se colocaba a otros familiares omeyas en posiciones de poder.
La fitna del Califato de Córdoba fue el resultado de una crisis política por temas de legitimidad y de luchas de poder. Que el Califato de Córdoba, la gran potencia de Occidente en su tiempo, cayese relativamente rápido como un castillo de naipes no me sorprende, porque no es diferente a cómo cayeron otros estados centralizados. El Califato cordobés podía permitirse la pérdida de territorios fronterizos ante los cristianos, o el desacato de su autoridad por parte de señores de frontera. Lo que no podía permitirse era que Córdoba, el bastión de los omeyas, se sumiera en una devastadora guerra y un asedio que cortaron las comunicaciones y líneas de suministro con las provincias, permitiendo que estas, de facto, se independizaran.
Las consecuencias de la fitna del Califato de Córdoba son suficientemente obvias y conocidas. Desapareció la dinastía omeya y se rompió la unidad territorial de al-Ándalus, fragmentándose el poder en más de una treintena de pequeños estados que a veces no superaban los límites de una ciudad y su hinterland. En términos políticos y militares, la edad de oro de al-Ándalus terminó y el país se sumió en una era de caos y guerras, aunque la civilización andalusí también entró en una época de gran desarrollo cultural.
Se produjo un cambio de suerte, una inversión de la correlación de fuerzas de los cristianos y de los musulmanes. Si solo unos años atrás eran los musulmanes los que lograban ocupar Santiago de Compostela, León, Pamplona o Barcelona y los soberanos cristianos iban a Córdoba a rendirle pleitesía al califa o al háyib, en el siglo XI la cosa era a la inversa y eran los soberanos musulmanes de taifas los que pedían ayuda militar a los cristianos y les pagaban tributo. Exploraré en futuros episodios por qué este cambio no solo ocurrió en al-Ándalus, sino también en el mundo islámico frente al europeo cristiano. Así que no olvides suscribirte al programa en YouTube o a los pódcasts La Historia de España-Memorias Hispánicas para más contenidos fascinantes.
El Veredicto: La caída del Califato de Córdoba era evitable
En El Veredicto de hoy quiero plantear si era inevitable la caída del Califato de Córdoba en las circunstancias y el momento en que ocurrió. Y yo, como alguien contrario al determinismo, creo que no. Por mucho que sea cierto que, como todo estado, en algún momento tenía que desaparecer, lo que quiero decir es que prácticamente todo lo malo que le podía suceder al Califato de Córdoba le sucedió. Se metió en una línea de tiempo desafortunada que acumuló muchos errores.
Incluso sin cambiar el hecho de que Hisham II fuera califa y se instaurase el régimen amirí, el poder efectivo omeya podría haberse restaurado con Muhammad II. Fue él quien, por sus acciones, perdió el apoyo de los bereberes, algunos saqaliba, y hasta parte del pueblo llano cordobés y de la familia omeya. La situación podría haberla encauzado Sulayman al-Musta’in en su primer califato si hubiera derrotado a al-Mahdi de forma decisiva y sin permitirle conseguir la ayuda catalana. Pero, por múltiples motivos, este escenario no se produjo. La clara ineptitud política de todos y cada uno de los califas omeyas desde Hisham II fue un factor decisivo en la destrucción de su califato.
Al final, las instituciones dependen de personas, especialmente en un régimen monárquico autoritario y centralizado. El destructivo asedio de Córdoba entre 1010 y 1013 fue un punto de inflexión que hizo muy difícil restaurar la unidad política de al-Ándalus. Un califa omeya solo habría podido restaurar esa unidad aceptando ser el títere de un personaje ambicioso como Jayrán. Quizás los tres primeros califas hammudíes podrían haber logrado, con mucho esfuerzo, reunificar al-Ándalus, si no hubieran asesinado a Ali y si las dos ramas familiares no se hubieran enfrentado entre sí. Aun así, ya nada hubiera podido volver a ser como antes de la guerra civil. Y con eso, El Veredicto termina.
Avance y outro
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